martes, 3 de enero de 2012

Expedición a la Casa Bulnes



Muchos dicen que, a veces, la realidad supera la ficción. La historia que voy a narrarles es un fiel reflejo de dicha frase. Nací en una clínica en algún rincón perdido de la Ciudad de Buenos Aires. Una madrugada de verano, de esas tan densas que la respiración se dificulta, la vista se nubla y las gargantas se secan. En fin, el hecho es irrelevante. La cosa es que a los 5 años nos mudamos con mis papás a un departamento de El Palomar, en el oeste del conurbano. Allí me críe, pasé mi infancia y mi adolescencia, viví, me formé, percibí olores, sabores y todo tipo de sentimientos. Aventuras inimaginables, epopeyas heroicas y demás travesías. De aquella época en aquel suburbio, proviene un episodio que nunca borraré de mis retinas. Lo llamamos con los pibes del barrio: La expedición a la Casa Bulnes.

Con mis amiguitos de aquel entonces siempre nos intrigó esa casa y sobretodo, no parábamos de imaginar historias fantásticas y misteriosas sucediendo allí dentro. Todas alimentadas por los cuentos de terror que nos contaban los hermanos más grandes de los pibes de la barra para asustarnos. Mucho después comprendí que era puro cuento. Que allá se realizaban experimentos macabros, extrayendo trozos de cerebro a humanos inocentes. Cruzas entre razas de perros y gatos. Clonaciones de distintas especies. Canibalismo. Inmensas colecciones de huesos. Tumbas profanadas. Todo esto forjó alrededor de esa insulsa casa, ubicada en Bulnes y Dinamarca, una atmósfera aterradora.

Por supuesto no todo fue pura ficción de los grandulones. También existía una cierta cuota verídica, exagerada pero real al fin, que acrecentaba nuestros miedos. Se trataba de los dueños de la casa. El sr. y la sra. Garrone.

El hombre, Ramón Garrone, lánguido como un limón viejo, de rostro curtido y áspero, como la más erosionada roca, mirada firme y soslayante, y unos cuantos cabellos en la testa, que podían ser contados con los dedos de una mano. Siempre que se nos caía una pelota para el patio de su casa, nos la devolvía pinchada y vociferando:

Pendejos de mierda!! Si me vuelven a tirar la pelota al patio los descogoto uno por uno ¡!

Siempre nos impresionó su sutileza. Por supuesto estos episodios fueron atemorizándonos cada vez más.

Por otro lado, los más grandes sustos nos los pegábamos con la vieja, la señora de Garrone. Esta mujer era algo mayor que su concubino, de cabellos grisáceos y expresión pálida, avejentada. Sus ojos eran hogueras que irradiaban una ira inconmensurable. Por supuesto que jamás nos habría lastimado, ya que era una inofensiva viejita, pero al verla, ya la visualizábamos como la guardiana de los más profundos infiernos.

La vieja nos daba pánico. Cuenta la leyenda que una tarde, uno de los pibes, Martín, se le cruzó volviendo del colegio en la esquina de su casa. Nos contó que estaba tirando en el basurero de su cuadra una bolsa de consorcio gigante que se movía. Cuando la vio se quedó atónito. Nos dijo que estaba seguro que ahí adentro estaba Rama, un pibe que vivía cerca de su casa y que, de un día para el otro, se mudó misteriosamente.

Retomando el episodio de la casa y la expedición, fue en una de nuestras tantas reuniones nocturnas de los sábados, a escondidas de nuestros padres, que se nos empezó a ocurrir la idea de armarnos de valor y comprobar que pasaba dentro de la casa de los Garrone.




-Estás loco. Me dijo Martín al escuchar la propuesta.

-Esos viejos están locos, nos van a hacer a la parrilla Pablito.

-Ya sé que te dan miedo Martín, a mí también. Admití. –Pero si no lo hacemos, nunca vamos a saber si todo lo que nos contaron es verdad. Y además, ¡Vamos a pasar a la historia! Seríamos los más valientes del barrio!

El resto de la juntada me terminó dando la razón, a pesar de que se seguía comentando por lo bajo que el primo del primo de Felipe les había contado que los Garrone tenían una cárcel de nenes en el sótano. Finalmente, haciendo caso omiso a las alteraciones de turno y a los miedos de Martín, le pusimos fecha a nuestra misión. El lunes, a la hora de la siesta, aprovechando que los Garrone la cumplían a rajatabla, treparíamos la enorme reja, atravesaríamos el patio y nos adentraríamos a la misteriosa casa. Nuestro día D había quedado sentado. Juntamos nuestras manos y juramos el más absoluto secreto. Nadie debería enterarse de nuestra expedición.

Al llegar el día, yo, Martín, y el resto de la barra, nos reunimos en la esquina de la Casa Bulnes, como la habíamos bautizado, para terminar de deliberar nuestro atraco. El plan de operaciones era simple: Javi y Eloy, que eran los más altos y fornidos, nos ayudarían a Martín y a mí a trepar la reja primero. Luego ellos ingresarían. Atravesaríamos el patio y allí comenzaríamos con nuestra exploración casi antropológica. Con eso daríamos por satisfecha nuestra peligrosa visita a lo de los Garrone.

El primer paso salió de maravilla. Los grandulones nos ayudaron a subir la reja haciéndonos piecito y pudimos darnos maña para ingresar. En ese instante, se nos atravesó el primer obstáculo. No contábamos con que en el patio, que no habíamos observado con la debida atención producto del miedo, se había convertido en la misma selva amazónica. A nuestros inocentes ojos de niños veíamos inmensas formaciones fe follaje, robustos robles con ramas entrecruzadas cual laberintos, lianas colgantes atravesando todo el paisaje.

-Ok, dije en voz alta tomando el liderazgo del grupo. – Avancemos, nosotros vamos a poder.

Nos adentramos en aquella jungla a machetazo limpio, como exploradores salidos de un documental de National Geographic. El camino se hacía interminable. Más y más lianas se nos aparecían en nuestras narices, como custodiando el tesoro más inquebrantable. Juro que, en aquel entonces, vi distintas especies de monos saltando de rama en rama, todo tipo de insectos que intentaban trepar por nuestras piernas y debíamos ahuyentar, pájaros que en mi vida había visto revoloteando juguetones en la espesura de aquella región selvática. En el momento que vi una serpiente enroscada a una rama, observándome amenazante y bamboleando su lengua bífida como advirtiendo de la peor de las tragedias, sacudí un poco mi cabeza incrédulo, y distinguí a Javi, con su pierna enredada con una manguera verde, esas que te ofrecen por la televisión. Lo ayudé a salirse de su trampa y continuamos los cuatro, bien amontonados como pichones en el nido.
Atravesamos lo que para mí fueron kilómetros y nos topamos con nuestro obstáculo número dos. Algo que nos era desconocido y evaporó nuestro aliento: conocimos a la mascota de los Garrone. Era un ser inmenso y amorfo, con cuerpo de elefante, pero con piel oscura y cobriza, con una cabeza enorme como la de un oso y unas enormes y terroríficas fauces, que nos recordaban a las mandíbulas de un tiburón. Una pequeña placa de metal, que apenas se percibía por su grueso cogote, nos introducía su nombre: Sado.

En un principio los cuatro nos quedamos paralizados, mientras veíamos como el Sado nos rugía de manera desaforada. Nos miramos el uno al otro y percibí, en las miradas de todos, que ese sería el fin. Sado lanzó un aullido hacia la eternidad de la tarde, y cuando estaba a punto de abalanzarse para despedazarnos los huesos, Martín, en un acto de valentía insólita, logró calmar a la fiera. Arrojó hacia el fondo del monte selvático, indivisible, una pelotita de tenis que siempre llevaba en so bolsillo por si surgía algún picadito de último momento. La bestia al observar su vuelo salió a toda velocidad rumbo a su encuentro y su enorme figura se disolvió en la espesura selvática.

Solucionado el segundo obstáculo avanzamos un par de metros y , atónitos, nos maravillamos ante lo que habíamos encontrado. Todas nuestras dudas y travesías se justificaban ante semejante hallazgo. Era el arca perdida de Indiana Jones, el unicornio azul de Silvio, la esfera de cuatro estrellas de Gokú, el oro de los Nazis. Nos habíamos topado con el único, el verdadero tesoro Garrone.

Una inmensa estructura metálica negra se alzaba ante nuestras narices. En su interior, cenizas, cenizas y huesos con nervios y fibras musculares adheridas a su superficie.

-Yo sabía, estaba seguro de que algo se mandaban estos viejos! Grité. Estos huesos deben ser humanos, estoy seguro!

Nadie podía creer lo que estaba viendo. En medio de su jungla, los Garrone se dedicaban a incendiar hombres, mujeres o quizás niños. Cada uno de nosotros tomó uno de los huesos y salimos corriendo de allí, con una mezcla de espanto y emoción por el enorme descubrimiento que habíamos hecho y por nuestra heroica aventura.

Ya pasaron treinta años de aquel día, y hoy por hoy, ya convertido en adulto e intentando evitar todo lo trágico que esto conlleva, aún recuerdo el episodio de la Casa Bulnes como si hubiese sido ayer. Jamás voy a olvidar el enorme coraje que tuvimos y lo macabro de nuestro descubrimiento. Sí, porque aún hoy me parece macabro, a pesar de que al otro día del hecho, al mostrarle indignadísimo a mi papá la pieza arqueológica que descubrimos en el patio de los Garrone, el viejo me dijo:

-¡Pero boludo! ¿De dónde te pensás que viene el olor a asado de todos los domingos?







*Fotos: "Stand By Me" - 1986 - Rob Reiner - Stephen King

jueves, 29 de diciembre de 2011

Satisfacción Garantizada



La decisión ya estaba tomada desde tiempos inmemoriales. Quizás desde dentro del vientre materno. Su angustia crónica y su desdicha eran signos recurrentes de que las puertas hacia la tragedia estaban abiertas de par en par. Nunca quise nacer, por qué carajo vine al mundo si jamás disfruto la vida! Esa idea se repetía en la mente de Mauricio todo el tiempo. Siempre estuvo convencido de que su existencia no tenía sentido. Podría borrarse del mapa cuando quisiera que nadie lo notaría. ¿Quién me extrañaría? Nadie, pensaba. Por todo esto fue que, aquella tarde de octubre cuando el sol calcinaba la terraza de su edificio, envalentonado se propuso acabar con todo su sufrimiento.
Desde allí se percibía el más absoluto vértigo. 17 pisos, como vaticinando la desgracia, componían aquel vástago de concreto ubicado en Nicolas Reppeto y Rivadavia. Los incesantes sonidos de los autos tan habituales, a aquella altura eran casi imperceptibles. Mauricio, seguro hasta los huesos, se acercó hasta la cornisa. Ráfagas de viento intermitentes teñían la escena de un crudo suspenso casi haciéndolo tambalear. Levantó la mirada hacia las nubes, y sintiéndose uno con el cielo infinito se percibió feliz, satisfecho con lo que estaba por hacer. Se despidió de sí mismo, la única entidad de la que podía despedirse, cerró los ojos y cuando estaba a punto de flexionar las rodillas y dar el salto hacia la eternidad, algo lo detuvo. Su celular, que nunca entendió bien para que lo había comprado pero que alguna fuerza superior lo había impulsado a tener uno, comenzó a sonar. En un principio, su sonido histriónico e irritante lo alteró, tanto que casi lo revienta contra el piso de cemento, pero luego, comenzó a pensar quién sería el que lo estaba llamando, si desde que se lo compro, solo lo habían llamado una vez confundiéndolo con un radio taxi. No importa, ya no hay tiempo, pensó. Pero luego, preso de una curiosidad insólita, se decidió a atender la llamada sin siquiera fijarse cual era el número entrante. Hola, dijo Mauricio seco y tajante. Desde el otro lado, una voz automática y casi robótica retrucó el saludo.

-Hola, buenas tardes, mi nombre es Marco, me comunico de Servicios de Atención y Extensión a los y las clientes de Telecomu, ¿Con quién tengo el gusto?

Mauricio estaba a punto de batir records olímpicos de lanzamiento arrojando su celular a cielo abierto cuando de pronto, vaya a saber uno por qué, contestó tímidamente, como un acto reflejo de su soledad absoluta reclamando una voz humana:

-Mauricio.

-Que tal Mauricio mire, le comento, estamos ofreciendo un paquete de beneficios múltiples y variados para su línea a un muy bajo precio, esto sería, llamadas gratis a todo el mundo, 15000 mensajes de texto gratis por un día, 8 números free, servicio de internet, GPS, póker online, biblioteca virtual, películas y música a descargar de forma gratuita y aumentar su abono al doble por solo $150 por mes, ¿Le interesa?

El cerebro de Mauricio dio varias vueltas sobre si mismo como un bolillero, y sus neuronas como las bolillas chocaron entre si mientras Marco, firme candidato al empleado del mes, desplegó su parla. De pronto, las palabras comenzaron a salir de su boca con lentitud.

-Eh, no mire, le agradezco pero no me interesa. En su interior cayó en la cuenta de que este energúmeno estaba entrometiéndose en la liberación de sus penas y comenzó al alterarse.

-Pero no, escuche Mauricio, podemos ofrecerle aún más facilidades, mire, por la mitad del precio que le ofrecimos, es decir $75, podemos darle 12, si, 12 números free para que llame y mande mensajes gratis a todos sus amigos! ¿Le interesaría en este caso?

Mauricio ya creía que le estaban jugando una pesada broma. Él no tenía ni un amigo al que llamar, ni siquiera un compañero de trabajo con quién juntarse a comer, ni nada que se le parezca.

-Discúlpeme señor Marco, pero en este momento no me interesa eso ni nada que usted pueda ofrecerme. Le agradezco su interés pero ya voy a cortar.

-No no, pero de ninguna manera Mauricio por favor. Mire, en Telecomu contamos con promociones para todo tipo de clientes. Vamos a hallar una que lo beneficie y lo llene de dicha y satisfacción. Mire que le parece lo siguiente: Le ofrezco un plan especial en donde, con lo mismo que usted abona hoy en día tendrá los mismos beneficios que le nombre anteriormente, más video llamadas a todo el mundo gratis! ¿Qué opina? Podrá verse y charlar con todas las personas que usted quiera y en cualquier parte ¡

Mauricio, cada vez más alterado y con la mirada fija en las nubes se enfureció aún más. Esto ya había sido el límite. ¿Si no tenía ninguna persona con la que hablar en el país, como iba a hablar con alguien en otra parte del mundo? Ya harto y rebosante de ira, casi relamiéndose con su caída e imaginándose en su mente su épico final, estalló contra el vendedor.

-¡¡¡Mire, escúcheme bien Marco, traté de ser amable hasta ahora pero ya no puedo más!!! ¡¡¡Usted me sacó totalmente!!! ¿Pero que me esta cargando? Usted ni me conoce. ¡¡¡Mire, yo no tengo amigos, no tengo familia, estoy solo, vivo solo y estaba a punto de morir solo tirándome de la terraza de mi edificio cuando usted con una sarta de pelotudeces me interrumpió para venderme mensajes gratis!!! ¿A usted le parece con la vida de mierda que tengo yo que voy a conocer personas para llamarlas o mandarles mensajes?

-Mauricio, pero hubiera usted empezado por ahí. Si yo le dije que en Telecomu garantizamos la satisfacción a todos nuestros clientes. Tengo un plan que le incluye: 20 amigos fijos, 15 hombres y 5 mujeres, con visitas, salidas y vacaciones. Una pareja, del sexo que usted elija, fiel y compañera con minutos libres y una familia, padre, madre y dos hermanos, 1000 minutos por mes, con cenas, meriendas e incluye días de fiesta. Eso sí, el precio, lo tendríamos que discutir en privado.

martes, 13 de diciembre de 2011

Un verso simple..


...Inquieto estoy y sediento de cosas lejanas, y el alma se me abre en un anhelo de llegar al fin de las remotas vaguedades. Y tu flauta me llama penetrante, ¡oh más allá sin nombre!, y yo me olvido de que estoy sin alas, preso en esta cárcel para siempre...

Rabindranath Tagore

lunes, 7 de noviembre de 2011

Nunca me gustó el mar (Escapes, Miradas, cigarrillos)



Nunca me gustó el mar. Siempre lo vi como una enorme masa amorfa que me impedía la visión hacia un horizonte desconocido. Siempre me rehusaba a ir allí, desde chiquito. Recuerdo como mi madre insistía una y otra vez para que nos fuéramos de veraneo a la costa y yo lloraba, gritaba y pataleaba. creo que antes de haber pisado la arena por primera vez. Cuando realmente me topé con ese gigante acuático y sus necias olas me sentí asfixiado. Como un preso que no tiene más ventanas que las rendijas de su celda por donde se escabullen tímidos los rayos del sol. Me resultaba inquietante su presencia. Ni siquiera consideremos la posibilidad de ingresar en aquel universo embrabecido. Me daba pánico. Nunca lo hice.
Se me viene a la mente la figura de mi padre al recordar aquellos tortuosos veranos. Un tipo distante y lejano, que casi nunca hablaba, pero que con una simple mirada se hacía entender. A través de este mecanismo, leyendo sus ojos, comprendí que pensaba igual que yo respecto al mar. Mientras temblaba de frío, envuelto con una toalla y rogándole a mi madre que por favor saliéramos de aquel infierno, mi padre se recostaba en la arena sereno y contemplaba las olas. Se quedaba así horas. Yo podía sentir al verlo que deseaba llegar a esa inmensidad inquebrantable que el mar ocultaba. En su rostro se apreciaba un inmenseo deseo de escape, de abrir sus alas y apartarse de todo lo mundano y corriente. Siempre supe que algún día se alejaría de mi y de mi madre buscando ese panorama invisible y lo comprendía.

Nunca me gustó el mar. Supongo que también producto de esa pasión incomprensible que despertaba en mi madre. Nuestra casa estaba ornamentada de pies a cabeza con fotos, cuadros, artesanías, esculturas y demás artefactos que remitían al mar. Era una odisea atravesar cada día los inmensos caracoles que colgaban del techo del pasillo, pero con el tiempo fue una tarea que pude dominar. También era una mujer de muy mal caracter. Una vez discutiendo con mi padre, no recuerdo porque razón ya que mi padre casi nunca hablaba, le revoleó una taza en un brote psicótico dispuesta a reventarle la cara. De milagro logró esquivarla. Estas peleas eran muy frecuentes, como también lo eran sus finales: mi madre partiendo rumbo al bingo, portazo mediante, y mi padre viniendo a acariciarme la cabeza y mirándome como diciendo: no pasa nada.
A mis 11 años fue el último verano que fuimos los tres a la costa. Luego ya iríamos solo mi madre y yo hasta que pronto, dejamos de hacerlo. Ese verano mis berrinches por no ir habían sido más que frenéticos, tanto que mi madre casi me da una de las pastillas que tomaba, según ella, para «dormir tranquila». Finalmente recapaticé y decidí acceder, más que nada por mi padre, que lo notaba algo cansado de la situación. Luego entendería que aquel gesto fue una premonición. Una señal de alerta que mi madre no supo leer.
Ya en la playa, en uno de nuestros últimos días, papá se levantó de su lugar de siempre y me miró. Fue extraño, ya que generalmente no despegaba su vista del mar. Vi en sus ojos un claro mensaje de despedida. Mi madre, atrapada en sus revistas de la salud y con sus walkmans puestos jamás se percató de la situación. Mi padre comenzó a dirigirse rumbo a ese titán de aguas verdes que yo tanto detestaba. Por supuesto que yo ya conocía sus intenciones. Comenzó a introducirse mar adentro, con una destreza que nunca antes había visto. Avanzó varios metros hasta que en unos pocos minutos, pasó a ser un punto diminuto en una inmensa masa de agua, y luego, lo perdí de vista.
Pasados 20 minutos, mi madre se percató de que mi papa ya no estaba sentado donde siempre lo hacía. Se acercó a mi y me preguntó si sabía a donde se había ido. En mi mente yo sabía la respuesta pero decidí jugarle una broma para vengarme de tantos veranos arruinados y tanto martirio. Fue a comprar cigarrillos má. Ya viene.
En ese momento mi madre me creyó, pero luego, al pasar las horas comenzó a sospechar. Por supuesto que mi padre jamás regresó. Yo sabía que lo que él había anhelado desde siempre era romper las cadenas que lo ataban y quebrar la prisión que encarnaba ese mar verdugo, para alcanzar así la inmensidad infinita y vírgen. Estaba seguro de que mi papá había tenido éxito en su misión.
Al pasar el tiempo mi madre se fue olvidando de todo lo que fue papá, y dejó de preguntarse porque se había ido y a donde. Simplemente lo borró de su memoria. Yo jamás dejé de tenerlo presente y a lo largo de mi vida mantuve mis inquietudes acerca de aquella lejana galaxia resguardada por las olas, que solo se hace presente ante los valientes como mi padre. A los que se atrevan a franquear su impenetrable muralla.

Nunca me gustó el mar, pero hoy en día tengo dos hijos y a ellos les encanta. Estoy casado hace ya tiempo y cada vez que volvemos a la playa veo repetirse la misma historia que vivía mi padre años atrás. Mis hijos correteaban felices por la playa y no sufrían , apretujados con una toalla como solía hacerlo yo a su edad. Mi mujer, una bruja peor que mi madre, se recostaba al sol por horas y hasta no obtener el tono camarón número 10 no se levantaba. Yo me sentaba cerca de ellos pero apartado, flexionaba mis rodillas, las envolvía con mis brazos y contemplaba a mi mayor miedo. Mi prisión, mi tortura , y al mismo tiempo, mi desafío. Esa mole diseñada quién sabe por que bestia infernal, dispuesta a negarme el paso a la eternidad hasta la últimas consecuencias. Algunos me dirán que soy un monstruo por querer escapar de mi familia pero la verdad que la vida que llevo hoy en día no me despierta la más mínima satisfacción. Además imaginaba de manera constante a mi padre, en vuelo rumbo a la libertad más absoluta, descubriendo paraísos inimaginables para las mentes humanas y volviéndose uno con el espíritu de un todo supremo.
De pronto las tribulaciones en mi cabeza fueron demasiadas. Decidí respirar profundo y dejar que escapenm. Me levanté de mi lugar en la arena y en ese trajín escucho la voz de mi esposa, tan dulce como siempre: ¿ Qué pasa? ¿A dónde vas?
-Nada mi amor. Voy a comprar cigarrillos. Ya vuelvo.

lunes, 24 de octubre de 2011

Conexión instantánea



Soy una especie de portal. Si, eso es lo que soy. No se bien quién fue la persona que me fabricó, pero mediante complejos mecanismos y fuerzas más allá de lo perceptible, soy capaz de abrir puertas hacia diversos mundos. Puedo conducirte facilmente a la satisfacción infinita, como así también al tedio y al sufrimiento más abrumador.
Nací con cuerpo plástico, aunque en ocasiones poseo algunas alteraciones metálicas o de otros materiales igualmente macizos.
Mi vida se baza en conectar diversos mundos entre sí. Algunos seres me toman como operador de diversos artilugios sumamente complejos, pero yo trato de no alejarme de la función para la cual fui creado.
Alrededor de mi cuerpo poseo toda clase de protuberancias de distinta forma y color. Mediante estas, casi como un ilusionista, desarrollo mi arte. Entrelazo animales, hombres, máquinas, mentiras, verdades, vulgaridades y discursos en diferentes micro-mundos.
Mi familia es muy numerosa. tengo hermanos de toda forma, raza y color diseminados en los más recónditas partes del mundo. Ellos si accedieron a la tarea, para mi deshonrosa, de operar diversas máquinas y aparatos humanos. Me parece que no estamos hechos para eso. Debemos conectar, ya que esa es nuestra misión por sobre todas las cosas. Usted pide y yo concedo. Solicita una galaxia, y yo lo teletransporto casi al instante. Conectar, enlazar. Comunicar.
Del paraíso más culto al tugurio más vulgar. Muchos me critican y dicen que los envío a lugares horrigles que pudren sus mentes. Esa no es mi responsabilidad, les digo. Los lugares están, solo debe decidir de la forma que usted considera más óptima. Yo solo soy la estación donde usted observa los diferentes recorridos, saca su pasaje y emprende su viaje.
Un recepcionista de un hotel temático, quién lo aconseja y le otorga la suit que más sea de su agrado. Disfrute su estadía, y al estrechar su mano, usted ya estará gozando de los beneficios de su elección. O sufriendo, por haber tomado un camino del cual se arrepentirá por siempre. Ese ya no es problema mío. Yo solo lo conduje hasta la puerta.

jueves, 29 de septiembre de 2011

¿ Una Buena Noticia ?


En el ojal del saco le colgaba una flor marchita, seca, triste. El papel decía: 9:30, oncología, quinto piso. La impaciencia reinaba, preciosa ella, altiva y solitaria, en la ruleta de sentimientos de Manuel. Él era un empleados más de una enorme cadena de supermercados. Era un número, un pobre tipo con una vida rutinaria sin amor, sin amigos, familiares, nada.
Su única compañía era un pez dorado que tenía en una pequeña pecera en el comedor llamado Bobby. Sí, Bobby, porque decía que le hacía acordar al perro que tenía su abuela. En fin, el punto es otro. Aquella mañana, Manuel apretujaba el papel ,donde estaba escrito su turno, convertido en una bola de nervios.
En aquel momento rebalsaba de miedo. Es lógico. Cualquier persona a la que la encomiendan rumbo al oncólogo a examinarse un sospechoso bulto pasaría por las mismas sensaciones. Comenzó a pensar en que tal vez, la muerte le estaría ofreciendo una salida fácil a su triste vida. Comenzó a pensar que, en realidad, no debería estar nervioso, ya que, al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Una esposa bella y fiel que le guardase luto, una familia que lo extrañe, amigos de los que despedirse, hijos que lloren su partida. Nada.
Comenzó a fantasear con la posibilidad de tener un cáncer terminal, e incluso empezó a verlo con buenos ojos. Ya se imaginaba el momento en que lo llamasen: Anchorena, diría la recepcionista con esa voz aguda como de corneta de murga. Siempre odió su apellido porque le recordaba a la oligarquía que tanto despreció durante toda su vida. Avanzaría por el pasillo, estrecharía con fuerza la mano del doctor, y escucharía el veredicto final. Malas noticias Anchorena. Al instante sonreiría.
Luego de aquella estrambótica visión, se preguntó si alguna vez había sido feliz, si en algún momento había tenido una idea, un proyecto, una meta distinta a la de convertirse en el amargado y rancio cajero que era hoy. Se acordó de cuando tenía 18 y recién salido de la escuela secundaria se decidió por estudiar arquitectura. Soñaba con crear enormes rascacielos y casas de una estética única. También amaba el arte en todas sus facetas, así que se había anotado en un tallercito de pintura los sábados, uno de literatura los jueves y uno de guión cinematográfico los lunes. Recordaba aquella vida vertiginosa que llevaba rodeado de planos, maquetas, pinceles, biromes, hojas escritas y borroneadas, pomos de óleo arrugados por el uso, pilas de películas en VHS que veía y desmenuzaba de arriba abajo. Lo único que no tenía era tiempo. Recuerda que a duras penas las veinticuatro horas del día se le acomodaban para encastrar en ellas sus múltiples actividades. No, no puedo, tengo curso de pintura a las 5 era una de sus frases de cabecera.
Se cuestionó respecto a cómo, de qué manera la vida lo fue llevando desde un adolescente multifacético y emprendedor de docenas de proyecto, a un cansino señorón de cincuenta, solitario y sin mayor objetivo que apretujar el sueldo lo más que se pueda para llegar a fin de mes.
De pronto, su viaje había terminado. Agotado después de semejantes recorridos mentales, ya con la idea clara de que su vida no tenía sentido, volvió a aquel asiento de la sala de espera del área de oncología. Anchorena. Ahora sí era enserio y no producto de su imaginación. Esta vez, la voz chillona de la recepcionista retumbó en la pequeña habitación, despertando a algunos pacientes semidormidos.
Manuel avanzó, sereno y decidido a través del pasillo. Ya no tenía miedo. Aguardaba con ansias la confesión del doctor. Especulaba con todo tipo de cánceres, desde los más comunes, pulmón, páncreas, próstata, colon, hasta posibilidades extrañísimas como cáncer de tráquea ramificado hasta el vientre, cáncer de tímpano y demás trivialidades.
Manuel Anchorena entró al consultorio del oncólogo, lo saludó apretando su mano con firmeza y mirándolo a los ojos siempre, como le habían enseñado de chico.
Tome asiento, dijo el doctor con voz ronca. Manuel no aguantaba más. Mientras el doctor acomodaba unos estudios, en su mente revivía al pintor, al arquitecto, al escritor y al cineasta que tenía muertos y encolumnados en su morgue interna. Los hacía plasmar, en sus propias vertientes del arte, los distintos caminos que lo podrían conducir a la muerte. Todos ellos tenía un punto en común: una sonrisa en su rostro. Finalmente el doctor de voz ronca se decidió a hablar.
Buenas noticias Anchorena! Dijo con un tono frenético, casi infantil. No tiene nada hombre! Falsa alarma! Igualmente lo tenemos que operar, pero era una simple bolita de grasa, nada grave! No tiene cáncer Anchorena!
Manuel, con el rostro atónito y más rígido que el mármol, no emitía sonido.
¿Qué le pasa Anchorena? ¿No está contento? Va a poder seguir con su vida feliz y plena, ¿No es maravilloso?
Manuel aún no contestaba.
¡Qué bueno! Seguía graznando el doctor. Me imagino a todos los que irá a saludar ahora, a contarles la buena nueva. ¿No es así? ¿Anchorena que le pasa? ¿Lo dejé mudo?
Manuel volvió en sí. Sí doctor perdóneme. Es cierto, gracias, si, dijo titubeando, tengo que contárselo a todos. No sé por dónde empezar.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Elecciones


En épocas de elecciones todo cambia. Cuando tenemos que decidir, ya sean cuestiones trascendentales como irrelevantes, vivimos el momento como si se tratase de algo crucial. Ya sea serenos como nervioso, nuestros pelos se erizan, la piel se nos contrae y las neuronas nos revientan.

En la decisión de hoy, reina el revuelo, la indiferencia, la agresividad, la confrontación y la duda. Por los muros de la izquierda, plagados de pintura vieja y soviética, conviven diversos sectores en una sola facción. Sin embargo, son los únicos que prometen un quehacer autónomo, crítico y sensato.

Rodeándolo todo, con rostros sonrientes y rebosantes de jet-set, la crispación va en aumento. Parece que se encaminan hacia una segura victoria.
Por último, saltarines y heterogéneos, conviven un grupo de minorías de lo más diversas. Algunas prometedoras, otras terroríficas, pero que aún no pueden construir una espacialidad tan sólida como los grupejos anteriores.

Todos combaten, todos gritan, todos succionan y sobrecargan la vista pero nadie habla. Contaminación visual, auditiva, sensorial. Tolerancia cero.

Al final ¿Seremos tan reflexivos como tanto nos glorificamos? ¿Habremos aprendido algo de aquellas lecciones del pasado que tanto nos refregamos VOX POPULI que nunca más sucederán? ¿Realmente observo el panorama con ojos sabios o soy uno más de aquellos parlantes de pasillo?

Disculpen, hay elecciones en mi facultad y es así como siempre me pongo*.



*Esta historia está bazada en hechos reales.