jueves, 29 de diciembre de 2011

Satisfacción Garantizada



La decisión ya estaba tomada desde tiempos inmemoriales. Quizás desde dentro del vientre materno. Su angustia crónica y su desdicha eran signos recurrentes de que las puertas hacia la tragedia estaban abiertas de par en par. Nunca quise nacer, por qué carajo vine al mundo si jamás disfruto la vida! Esa idea se repetía en la mente de Mauricio todo el tiempo. Siempre estuvo convencido de que su existencia no tenía sentido. Podría borrarse del mapa cuando quisiera que nadie lo notaría. ¿Quién me extrañaría? Nadie, pensaba. Por todo esto fue que, aquella tarde de octubre cuando el sol calcinaba la terraza de su edificio, envalentonado se propuso acabar con todo su sufrimiento.
Desde allí se percibía el más absoluto vértigo. 17 pisos, como vaticinando la desgracia, componían aquel vástago de concreto ubicado en Nicolas Reppeto y Rivadavia. Los incesantes sonidos de los autos tan habituales, a aquella altura eran casi imperceptibles. Mauricio, seguro hasta los huesos, se acercó hasta la cornisa. Ráfagas de viento intermitentes teñían la escena de un crudo suspenso casi haciéndolo tambalear. Levantó la mirada hacia las nubes, y sintiéndose uno con el cielo infinito se percibió feliz, satisfecho con lo que estaba por hacer. Se despidió de sí mismo, la única entidad de la que podía despedirse, cerró los ojos y cuando estaba a punto de flexionar las rodillas y dar el salto hacia la eternidad, algo lo detuvo. Su celular, que nunca entendió bien para que lo había comprado pero que alguna fuerza superior lo había impulsado a tener uno, comenzó a sonar. En un principio, su sonido histriónico e irritante lo alteró, tanto que casi lo revienta contra el piso de cemento, pero luego, comenzó a pensar quién sería el que lo estaba llamando, si desde que se lo compro, solo lo habían llamado una vez confundiéndolo con un radio taxi. No importa, ya no hay tiempo, pensó. Pero luego, preso de una curiosidad insólita, se decidió a atender la llamada sin siquiera fijarse cual era el número entrante. Hola, dijo Mauricio seco y tajante. Desde el otro lado, una voz automática y casi robótica retrucó el saludo.

-Hola, buenas tardes, mi nombre es Marco, me comunico de Servicios de Atención y Extensión a los y las clientes de Telecomu, ¿Con quién tengo el gusto?

Mauricio estaba a punto de batir records olímpicos de lanzamiento arrojando su celular a cielo abierto cuando de pronto, vaya a saber uno por qué, contestó tímidamente, como un acto reflejo de su soledad absoluta reclamando una voz humana:

-Mauricio.

-Que tal Mauricio mire, le comento, estamos ofreciendo un paquete de beneficios múltiples y variados para su línea a un muy bajo precio, esto sería, llamadas gratis a todo el mundo, 15000 mensajes de texto gratis por un día, 8 números free, servicio de internet, GPS, póker online, biblioteca virtual, películas y música a descargar de forma gratuita y aumentar su abono al doble por solo $150 por mes, ¿Le interesa?

El cerebro de Mauricio dio varias vueltas sobre si mismo como un bolillero, y sus neuronas como las bolillas chocaron entre si mientras Marco, firme candidato al empleado del mes, desplegó su parla. De pronto, las palabras comenzaron a salir de su boca con lentitud.

-Eh, no mire, le agradezco pero no me interesa. En su interior cayó en la cuenta de que este energúmeno estaba entrometiéndose en la liberación de sus penas y comenzó al alterarse.

-Pero no, escuche Mauricio, podemos ofrecerle aún más facilidades, mire, por la mitad del precio que le ofrecimos, es decir $75, podemos darle 12, si, 12 números free para que llame y mande mensajes gratis a todos sus amigos! ¿Le interesaría en este caso?

Mauricio ya creía que le estaban jugando una pesada broma. Él no tenía ni un amigo al que llamar, ni siquiera un compañero de trabajo con quién juntarse a comer, ni nada que se le parezca.

-Discúlpeme señor Marco, pero en este momento no me interesa eso ni nada que usted pueda ofrecerme. Le agradezco su interés pero ya voy a cortar.

-No no, pero de ninguna manera Mauricio por favor. Mire, en Telecomu contamos con promociones para todo tipo de clientes. Vamos a hallar una que lo beneficie y lo llene de dicha y satisfacción. Mire que le parece lo siguiente: Le ofrezco un plan especial en donde, con lo mismo que usted abona hoy en día tendrá los mismos beneficios que le nombre anteriormente, más video llamadas a todo el mundo gratis! ¿Qué opina? Podrá verse y charlar con todas las personas que usted quiera y en cualquier parte ¡

Mauricio, cada vez más alterado y con la mirada fija en las nubes se enfureció aún más. Esto ya había sido el límite. ¿Si no tenía ninguna persona con la que hablar en el país, como iba a hablar con alguien en otra parte del mundo? Ya harto y rebosante de ira, casi relamiéndose con su caída e imaginándose en su mente su épico final, estalló contra el vendedor.

-¡¡¡Mire, escúcheme bien Marco, traté de ser amable hasta ahora pero ya no puedo más!!! ¡¡¡Usted me sacó totalmente!!! ¿Pero que me esta cargando? Usted ni me conoce. ¡¡¡Mire, yo no tengo amigos, no tengo familia, estoy solo, vivo solo y estaba a punto de morir solo tirándome de la terraza de mi edificio cuando usted con una sarta de pelotudeces me interrumpió para venderme mensajes gratis!!! ¿A usted le parece con la vida de mierda que tengo yo que voy a conocer personas para llamarlas o mandarles mensajes?

-Mauricio, pero hubiera usted empezado por ahí. Si yo le dije que en Telecomu garantizamos la satisfacción a todos nuestros clientes. Tengo un plan que le incluye: 20 amigos fijos, 15 hombres y 5 mujeres, con visitas, salidas y vacaciones. Una pareja, del sexo que usted elija, fiel y compañera con minutos libres y una familia, padre, madre y dos hermanos, 1000 minutos por mes, con cenas, meriendas e incluye días de fiesta. Eso sí, el precio, lo tendríamos que discutir en privado.

martes, 13 de diciembre de 2011

Un verso simple..


...Inquieto estoy y sediento de cosas lejanas, y el alma se me abre en un anhelo de llegar al fin de las remotas vaguedades. Y tu flauta me llama penetrante, ¡oh más allá sin nombre!, y yo me olvido de que estoy sin alas, preso en esta cárcel para siempre...

Rabindranath Tagore

lunes, 7 de noviembre de 2011

Nunca me gustó el mar (Escapes, Miradas, cigarrillos)



Nunca me gustó el mar. Siempre lo vi como una enorme masa amorfa que me impedía la visión hacia un horizonte desconocido. Siempre me rehusaba a ir allí, desde chiquito. Recuerdo como mi madre insistía una y otra vez para que nos fuéramos de veraneo a la costa y yo lloraba, gritaba y pataleaba. creo que antes de haber pisado la arena por primera vez. Cuando realmente me topé con ese gigante acuático y sus necias olas me sentí asfixiado. Como un preso que no tiene más ventanas que las rendijas de su celda por donde se escabullen tímidos los rayos del sol. Me resultaba inquietante su presencia. Ni siquiera consideremos la posibilidad de ingresar en aquel universo embrabecido. Me daba pánico. Nunca lo hice.
Se me viene a la mente la figura de mi padre al recordar aquellos tortuosos veranos. Un tipo distante y lejano, que casi nunca hablaba, pero que con una simple mirada se hacía entender. A través de este mecanismo, leyendo sus ojos, comprendí que pensaba igual que yo respecto al mar. Mientras temblaba de frío, envuelto con una toalla y rogándole a mi madre que por favor saliéramos de aquel infierno, mi padre se recostaba en la arena sereno y contemplaba las olas. Se quedaba así horas. Yo podía sentir al verlo que deseaba llegar a esa inmensidad inquebrantable que el mar ocultaba. En su rostro se apreciaba un inmenseo deseo de escape, de abrir sus alas y apartarse de todo lo mundano y corriente. Siempre supe que algún día se alejaría de mi y de mi madre buscando ese panorama invisible y lo comprendía.

Nunca me gustó el mar. Supongo que también producto de esa pasión incomprensible que despertaba en mi madre. Nuestra casa estaba ornamentada de pies a cabeza con fotos, cuadros, artesanías, esculturas y demás artefactos que remitían al mar. Era una odisea atravesar cada día los inmensos caracoles que colgaban del techo del pasillo, pero con el tiempo fue una tarea que pude dominar. También era una mujer de muy mal caracter. Una vez discutiendo con mi padre, no recuerdo porque razón ya que mi padre casi nunca hablaba, le revoleó una taza en un brote psicótico dispuesta a reventarle la cara. De milagro logró esquivarla. Estas peleas eran muy frecuentes, como también lo eran sus finales: mi madre partiendo rumbo al bingo, portazo mediante, y mi padre viniendo a acariciarme la cabeza y mirándome como diciendo: no pasa nada.
A mis 11 años fue el último verano que fuimos los tres a la costa. Luego ya iríamos solo mi madre y yo hasta que pronto, dejamos de hacerlo. Ese verano mis berrinches por no ir habían sido más que frenéticos, tanto que mi madre casi me da una de las pastillas que tomaba, según ella, para «dormir tranquila». Finalmente recapaticé y decidí acceder, más que nada por mi padre, que lo notaba algo cansado de la situación. Luego entendería que aquel gesto fue una premonición. Una señal de alerta que mi madre no supo leer.
Ya en la playa, en uno de nuestros últimos días, papá se levantó de su lugar de siempre y me miró. Fue extraño, ya que generalmente no despegaba su vista del mar. Vi en sus ojos un claro mensaje de despedida. Mi madre, atrapada en sus revistas de la salud y con sus walkmans puestos jamás se percató de la situación. Mi padre comenzó a dirigirse rumbo a ese titán de aguas verdes que yo tanto detestaba. Por supuesto que yo ya conocía sus intenciones. Comenzó a introducirse mar adentro, con una destreza que nunca antes había visto. Avanzó varios metros hasta que en unos pocos minutos, pasó a ser un punto diminuto en una inmensa masa de agua, y luego, lo perdí de vista.
Pasados 20 minutos, mi madre se percató de que mi papa ya no estaba sentado donde siempre lo hacía. Se acercó a mi y me preguntó si sabía a donde se había ido. En mi mente yo sabía la respuesta pero decidí jugarle una broma para vengarme de tantos veranos arruinados y tanto martirio. Fue a comprar cigarrillos má. Ya viene.
En ese momento mi madre me creyó, pero luego, al pasar las horas comenzó a sospechar. Por supuesto que mi padre jamás regresó. Yo sabía que lo que él había anhelado desde siempre era romper las cadenas que lo ataban y quebrar la prisión que encarnaba ese mar verdugo, para alcanzar así la inmensidad infinita y vírgen. Estaba seguro de que mi papá había tenido éxito en su misión.
Al pasar el tiempo mi madre se fue olvidando de todo lo que fue papá, y dejó de preguntarse porque se había ido y a donde. Simplemente lo borró de su memoria. Yo jamás dejé de tenerlo presente y a lo largo de mi vida mantuve mis inquietudes acerca de aquella lejana galaxia resguardada por las olas, que solo se hace presente ante los valientes como mi padre. A los que se atrevan a franquear su impenetrable muralla.

Nunca me gustó el mar, pero hoy en día tengo dos hijos y a ellos les encanta. Estoy casado hace ya tiempo y cada vez que volvemos a la playa veo repetirse la misma historia que vivía mi padre años atrás. Mis hijos correteaban felices por la playa y no sufrían , apretujados con una toalla como solía hacerlo yo a su edad. Mi mujer, una bruja peor que mi madre, se recostaba al sol por horas y hasta no obtener el tono camarón número 10 no se levantaba. Yo me sentaba cerca de ellos pero apartado, flexionaba mis rodillas, las envolvía con mis brazos y contemplaba a mi mayor miedo. Mi prisión, mi tortura , y al mismo tiempo, mi desafío. Esa mole diseñada quién sabe por que bestia infernal, dispuesta a negarme el paso a la eternidad hasta la últimas consecuencias. Algunos me dirán que soy un monstruo por querer escapar de mi familia pero la verdad que la vida que llevo hoy en día no me despierta la más mínima satisfacción. Además imaginaba de manera constante a mi padre, en vuelo rumbo a la libertad más absoluta, descubriendo paraísos inimaginables para las mentes humanas y volviéndose uno con el espíritu de un todo supremo.
De pronto las tribulaciones en mi cabeza fueron demasiadas. Decidí respirar profundo y dejar que escapenm. Me levanté de mi lugar en la arena y en ese trajín escucho la voz de mi esposa, tan dulce como siempre: ¿ Qué pasa? ¿A dónde vas?
-Nada mi amor. Voy a comprar cigarrillos. Ya vuelvo.

lunes, 24 de octubre de 2011

Conexión instantánea



Soy una especie de portal. Si, eso es lo que soy. No se bien quién fue la persona que me fabricó, pero mediante complejos mecanismos y fuerzas más allá de lo perceptible, soy capaz de abrir puertas hacia diversos mundos. Puedo conducirte facilmente a la satisfacción infinita, como así también al tedio y al sufrimiento más abrumador.
Nací con cuerpo plástico, aunque en ocasiones poseo algunas alteraciones metálicas o de otros materiales igualmente macizos.
Mi vida se baza en conectar diversos mundos entre sí. Algunos seres me toman como operador de diversos artilugios sumamente complejos, pero yo trato de no alejarme de la función para la cual fui creado.
Alrededor de mi cuerpo poseo toda clase de protuberancias de distinta forma y color. Mediante estas, casi como un ilusionista, desarrollo mi arte. Entrelazo animales, hombres, máquinas, mentiras, verdades, vulgaridades y discursos en diferentes micro-mundos.
Mi familia es muy numerosa. tengo hermanos de toda forma, raza y color diseminados en los más recónditas partes del mundo. Ellos si accedieron a la tarea, para mi deshonrosa, de operar diversas máquinas y aparatos humanos. Me parece que no estamos hechos para eso. Debemos conectar, ya que esa es nuestra misión por sobre todas las cosas. Usted pide y yo concedo. Solicita una galaxia, y yo lo teletransporto casi al instante. Conectar, enlazar. Comunicar.
Del paraíso más culto al tugurio más vulgar. Muchos me critican y dicen que los envío a lugares horrigles que pudren sus mentes. Esa no es mi responsabilidad, les digo. Los lugares están, solo debe decidir de la forma que usted considera más óptima. Yo solo soy la estación donde usted observa los diferentes recorridos, saca su pasaje y emprende su viaje.
Un recepcionista de un hotel temático, quién lo aconseja y le otorga la suit que más sea de su agrado. Disfrute su estadía, y al estrechar su mano, usted ya estará gozando de los beneficios de su elección. O sufriendo, por haber tomado un camino del cual se arrepentirá por siempre. Ese ya no es problema mío. Yo solo lo conduje hasta la puerta.

jueves, 29 de septiembre de 2011

¿ Una Buena Noticia ?


En el ojal del saco le colgaba una flor marchita, seca, triste. El papel decía: 9:30, oncología, quinto piso. La impaciencia reinaba, preciosa ella, altiva y solitaria, en la ruleta de sentimientos de Manuel. Él era un empleados más de una enorme cadena de supermercados. Era un número, un pobre tipo con una vida rutinaria sin amor, sin amigos, familiares, nada.
Su única compañía era un pez dorado que tenía en una pequeña pecera en el comedor llamado Bobby. Sí, Bobby, porque decía que le hacía acordar al perro que tenía su abuela. En fin, el punto es otro. Aquella mañana, Manuel apretujaba el papel ,donde estaba escrito su turno, convertido en una bola de nervios.
En aquel momento rebalsaba de miedo. Es lógico. Cualquier persona a la que la encomiendan rumbo al oncólogo a examinarse un sospechoso bulto pasaría por las mismas sensaciones. Comenzó a pensar en que tal vez, la muerte le estaría ofreciendo una salida fácil a su triste vida. Comenzó a pensar que, en realidad, no debería estar nervioso, ya que, al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Una esposa bella y fiel que le guardase luto, una familia que lo extrañe, amigos de los que despedirse, hijos que lloren su partida. Nada.
Comenzó a fantasear con la posibilidad de tener un cáncer terminal, e incluso empezó a verlo con buenos ojos. Ya se imaginaba el momento en que lo llamasen: Anchorena, diría la recepcionista con esa voz aguda como de corneta de murga. Siempre odió su apellido porque le recordaba a la oligarquía que tanto despreció durante toda su vida. Avanzaría por el pasillo, estrecharía con fuerza la mano del doctor, y escucharía el veredicto final. Malas noticias Anchorena. Al instante sonreiría.
Luego de aquella estrambótica visión, se preguntó si alguna vez había sido feliz, si en algún momento había tenido una idea, un proyecto, una meta distinta a la de convertirse en el amargado y rancio cajero que era hoy. Se acordó de cuando tenía 18 y recién salido de la escuela secundaria se decidió por estudiar arquitectura. Soñaba con crear enormes rascacielos y casas de una estética única. También amaba el arte en todas sus facetas, así que se había anotado en un tallercito de pintura los sábados, uno de literatura los jueves y uno de guión cinematográfico los lunes. Recordaba aquella vida vertiginosa que llevaba rodeado de planos, maquetas, pinceles, biromes, hojas escritas y borroneadas, pomos de óleo arrugados por el uso, pilas de películas en VHS que veía y desmenuzaba de arriba abajo. Lo único que no tenía era tiempo. Recuerda que a duras penas las veinticuatro horas del día se le acomodaban para encastrar en ellas sus múltiples actividades. No, no puedo, tengo curso de pintura a las 5 era una de sus frases de cabecera.
Se cuestionó respecto a cómo, de qué manera la vida lo fue llevando desde un adolescente multifacético y emprendedor de docenas de proyecto, a un cansino señorón de cincuenta, solitario y sin mayor objetivo que apretujar el sueldo lo más que se pueda para llegar a fin de mes.
De pronto, su viaje había terminado. Agotado después de semejantes recorridos mentales, ya con la idea clara de que su vida no tenía sentido, volvió a aquel asiento de la sala de espera del área de oncología. Anchorena. Ahora sí era enserio y no producto de su imaginación. Esta vez, la voz chillona de la recepcionista retumbó en la pequeña habitación, despertando a algunos pacientes semidormidos.
Manuel avanzó, sereno y decidido a través del pasillo. Ya no tenía miedo. Aguardaba con ansias la confesión del doctor. Especulaba con todo tipo de cánceres, desde los más comunes, pulmón, páncreas, próstata, colon, hasta posibilidades extrañísimas como cáncer de tráquea ramificado hasta el vientre, cáncer de tímpano y demás trivialidades.
Manuel Anchorena entró al consultorio del oncólogo, lo saludó apretando su mano con firmeza y mirándolo a los ojos siempre, como le habían enseñado de chico.
Tome asiento, dijo el doctor con voz ronca. Manuel no aguantaba más. Mientras el doctor acomodaba unos estudios, en su mente revivía al pintor, al arquitecto, al escritor y al cineasta que tenía muertos y encolumnados en su morgue interna. Los hacía plasmar, en sus propias vertientes del arte, los distintos caminos que lo podrían conducir a la muerte. Todos ellos tenía un punto en común: una sonrisa en su rostro. Finalmente el doctor de voz ronca se decidió a hablar.
Buenas noticias Anchorena! Dijo con un tono frenético, casi infantil. No tiene nada hombre! Falsa alarma! Igualmente lo tenemos que operar, pero era una simple bolita de grasa, nada grave! No tiene cáncer Anchorena!
Manuel, con el rostro atónito y más rígido que el mármol, no emitía sonido.
¿Qué le pasa Anchorena? ¿No está contento? Va a poder seguir con su vida feliz y plena, ¿No es maravilloso?
Manuel aún no contestaba.
¡Qué bueno! Seguía graznando el doctor. Me imagino a todos los que irá a saludar ahora, a contarles la buena nueva. ¿No es así? ¿Anchorena que le pasa? ¿Lo dejé mudo?
Manuel volvió en sí. Sí doctor perdóneme. Es cierto, gracias, si, dijo titubeando, tengo que contárselo a todos. No sé por dónde empezar.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Elecciones


En épocas de elecciones todo cambia. Cuando tenemos que decidir, ya sean cuestiones trascendentales como irrelevantes, vivimos el momento como si se tratase de algo crucial. Ya sea serenos como nervioso, nuestros pelos se erizan, la piel se nos contrae y las neuronas nos revientan.

En la decisión de hoy, reina el revuelo, la indiferencia, la agresividad, la confrontación y la duda. Por los muros de la izquierda, plagados de pintura vieja y soviética, conviven diversos sectores en una sola facción. Sin embargo, son los únicos que prometen un quehacer autónomo, crítico y sensato.

Rodeándolo todo, con rostros sonrientes y rebosantes de jet-set, la crispación va en aumento. Parece que se encaminan hacia una segura victoria.
Por último, saltarines y heterogéneos, conviven un grupo de minorías de lo más diversas. Algunas prometedoras, otras terroríficas, pero que aún no pueden construir una espacialidad tan sólida como los grupejos anteriores.

Todos combaten, todos gritan, todos succionan y sobrecargan la vista pero nadie habla. Contaminación visual, auditiva, sensorial. Tolerancia cero.

Al final ¿Seremos tan reflexivos como tanto nos glorificamos? ¿Habremos aprendido algo de aquellas lecciones del pasado que tanto nos refregamos VOX POPULI que nunca más sucederán? ¿Realmente observo el panorama con ojos sabios o soy uno más de aquellos parlantes de pasillo?

Disculpen, hay elecciones en mi facultad y es así como siempre me pongo*.



*Esta historia está bazada en hechos reales.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Retratos de un niño sometido


Mi padre era un gusano .Un mal nacido insignificante, arrastrado, pegajoso. Era de esas personas fáciles de caer en el olvido. El típico blanco de cargadas en el trabajo. Era un tipo bajito y retacón, pelado, con anteojos gruesos y mirada perdida. Gordo y con el traje maltrecho ya desbordado de parches. Un fulano mediocre y sin embargo, aún con aquellas características, el desquiciado se las ingeniaba para someterme día tras día a lo largo de toda mi vida. El método de castigo elegido: el piano. Ubicado de manera estratégica en la esquina del enorme comedor que teníamos en casa, arruinaba mi existencia hace ya diez tediosos años. Practicaba por horas hasta el hartazgo! –Hasta que no sepas los conciertos 1 y 2 de Thaikovsky de manera perfecta no podrás ver la televisión! Me dominaba de manera feudal, a gusto y piacere. Si no cumplía con sus dictatoriales mandatos, todo lujo, todo ápice de diversión, se me era negado. Yo no podía comprender como un ser tan energúmeno como mi padre lograba ejercer autoridad ante mí, teniendo en cuenta además que no soy un joven de 14 años como todos los demás. En la escuela era el más respetado. Si si, mi voz era palabra santa. Todos cumplían con mis pedidos e incluso mis órdenes. Es más, me temian. Sabían que si no conseguía lo que quería podrían pagar muy caras consecuencias. Pero que no se entienda mal, tampoco habría llegado a mayores. No era un psicópata. Era un simple adolescente, ni más ni menos.
No lograba entender como aquel engendro putrefacto dominaba tanto mi vida!! Cada año que pasaba detestaba más aquel instrumento demoníaco! Cada resoplido melódico que lograba arrancarle era un breve instante de libertad. Y su voz ¡Hay ese espantoso sonido! El timbre de voz de mi padre, chirriante y agudo, era una de las cosas más insoportables que había oído. -¿A eso le llamas solfeo? Practica más, quiero escucharlo sin ningún error. Su vocecita chillona penetraba rampante, como una delgada ráfaga de viento, por entre mis oídos.
Así pasaron los días, meses, años que ni siquiera logré percibir de tantas horas que pasaba emplazado en el banquito del piano. Solfeos, melodías, escalas, Mozart, Bach, Schubert, más solfeos, más escalas, más melodías, más Bach. El piano era una especie de pulpo, que le permitía a la rata de mi padre, envolverme en sus tentáculos y apresarme con firmeza.
Hasta que un día me cansé. Soy humano, supongo que todos tenemos un límite. Me dije a mi mismo: -mi padre no va a volver a dominarme. No doy más. Hoy va a ser el último día. Voy a ser fuerte y voy a terminar con todo este calvario. Aquella tarde mi padre apiló decenas de partituras en un costado del piano para que las ensaye. Al verlas lo llamé y le dije: Padre, ¿Quieres sentarte junto a mí mientras practico? Quería cambiar un poco las cosas por esta vez, ya que siempre me dejas ensayando solo. A mi padre pareció agradarle la idea. O por supuesto hijo, enseguida me siento a tu lado. Espero que no hagas ladrar al piano como el otro día eh! Mi padre tomó asiento en una banqueta junto a mí, y yo comencé a desplegar con magistral soltura el concierto número 2 en Do mayor de Rachmanivov. El bruto de mi padre estaba fascinado, con sus ojos cerrados y moviendo la cabeza como si estuviese en una especie de transe. En aquel momento, mientras hacía sonar las teclas de forma brillante, recordé la promesa que me había hecho a mí mismo esa tarde. Al ver sus ojos cerrados, el meneo de su cabeza y su espantosa sonrisita, me dio tanto asco que no lo soporté más. PLAF!! El golpe retumbó en toda el comedor, por no decir toda la casa. Las teclas del piano se mancharon de pinceladas de sangre. Mi padre yacía en el suelo, con los labios partidos, la mandíbula hinchada y el rostro desencajado. –Que … que … quee.. La conmoción fue tan potente y repentina que lo había dejado KO, solo podía balbucear esbozos de palabras. -Por fin se invirtieron los roles-pensé. ¿Te encanta verme tocar verdad? ¿Verme sufrir y transpirar día a día no? Quedate tranquilo, de ahora en más, siempre vas a estar bien cerca. Cada vez que toque estarás allí. Para siempre. Te lo prometo. Más cerca de lo que imaginás.
20 años ya pasaron de la desaparición de mi padre. El caso tomó un gran revuelo mediático. Todos se impresionaron de que yo, con tan corta edad 14 años, ni siquiera me haya inmutado al darlo por desaparecido. -Debe ser porque todavía es chico decían. Por lo pronto, quién sabe obra del destino quizás, me convertí en un pianista mundialmente exitoso. Tengo que reconocer que le tomé cariño al instrumento. Y a mi padre, que luego de todo aquel revuelo, admito que aprendí a aceptarlo e incluso a quererlo. Después de todo fue gracias a él que hoy soy lo que soy. Me alegra además saber que cuento con su compañía permanente. En cada concierto que doy, en cualquier parte del mundo, sé que mi padre se hará presente. Ahí estará, y en “primera fila”. El no desapareció, está siempre conmigo y yo siempre lo supe, siempre supe el verdadero lugar en donde se hayaba, pero jamás lo revelé. No lo hice porque todos iban a ser unos mal pensados y a creer cualquier cosa. Lo repito, no soy un psicópata ni jamás lo fui. La única verdad era que mi padre quería una mejor ubicación para oír mis interpretaciones y yo lo ayudé, le brinde la más óptima, la más perfecta y única. Allí se encuentra, oyendo como el sonido es provocado por cada tecla al unísono y en su conjunto. Tecla a tecla, golpeteo por golpeteo, juntas, separadas. Mi padre oye todo desde su ubicación y mejor que nadie, en la más perpetúa soledad y sin que nadie lo perturbe. Sólo, calmo, resguardado, donde me muevo, él se mueve. Donde se mueve mi piano, él se mueve.

Retratos de un niño sometido


Mi padre era un gusano .Un mal nacido insignificante, arrastrado, pegajoso. Era de esas personas fáciles de caer en el olvido. El típico blanco de cargadas en el trabajo. Era un tipo bajito y retacón, pelado, con anteojos gruesos y mirada perdida. Gordo y con el traje maltrecho ya desbordado de parches. Un fulano mediocre y sin embargo, aún con aquellas características, el desquiciado se las ingeniaba para someterme día tras día a lo largo de toda mi vida. El método de castigo elegido: el piano. Ubicado de manera estratégica en la esquina del enorme comedor que teníamos en casa, arruinaba mi existencia hace ya diez tediosos años. Practicaba por horas hasta el hartazgo! –Hasta que no sepas los conciertos 1 y 2 de Thaikovsky de manera perfecta no podrás ver la televisión! Me dominaba de manera feudal, a gusto y piacere. Si no cumplía con sus dictatoriales mandatos, todo lujo, todo ápice de diversión, se me era negado. Yo no podía comprender como un ser tan energúmeno como mi padre lograba ejercer autoridad ante mí, teniendo en cuenta además que no soy un joven de 14 años como todos los demás. En la escuela era el más respetado. Si si, mi voz era palabra santa. Todos cumplían con mis pedidos e incluso mis órdenes. Es más, me temian. Sabían que si no conseguía lo que quería podrían pagar muy caras consecuencias. Pero que no se entienda mal, tampoco habría llegado a mayores. No era un psicópata. Era un simple adolescente, ni más ni menos.
No lograba entender como aquel engendro putrefacto dominaba tanto mi vida!! Cada año que pasaba detestaba más aquel instrumento demoníaco! Cada resoplido melódico que lograba arrancarle era un breve instante de libertad. Y su voz ¡Hay ese espantoso sonido! El timbre de voz de mi padre, chirriante y agudo, era una de las cosas más insoportables que había oído. -¿A eso le llamas solfeo? Practica más, quiero escucharlo sin ningún error. Su vocecita chillona penetraba rampante, como una delgada ráfaga de viento, por entre mis oídos.
Así pasaron los días, meses, años que ni siquiera logré percibir de tantas horas que pasaba emplazado en el banquito del piano. Solfeos, melodías, escalas, Mozart, Bach, Schubert, más solfeos, más escalas, más melodías, más Bach. El piano era una especie de pulpo, que le permitía a la rata de mi padre, envolverme en sus tentáculos y apresarme con firmeza.
Hasta que un día me cansé. Soy humano, supongo que todos tenemos un límite. Me dije a mi mismo: -mi padre no va a volver a dominarme. No doy más. Hoy va a ser el último día. Voy a ser fuerte y voy a terminar con todo este calvario. Aquella tarde mi padre apiló decenas de partituras en un costado del piano para que las ensaye. Al verlas lo llamé y le dije: Padre, ¿Quieres sentarte junto a mí mientras practico? Quería cambiar un poco las cosas por esta vez, ya que siempre me dejas ensayando solo. A mi padre pareció agradarle la idea. O por supuesto hijo, enseguida me siento a tu lado. Espero que no hagas ladrar al piano como el otro día eh! Mi padre tomó asiento en una banqueta junto a mí, y yo comencé a desplegar con magistral soltura el concierto número 2 en Do mayor de Rachmanivov. El bruto de mi padre estaba fascinado, con sus ojos cerrados y moviendo la cabeza como si estuviese en una especie de transe. En aquel momento, mientras hacía sonar las teclas de forma brillante, recordé la promesa que me había hecho a mí mismo esa tarde. Al ver sus ojos cerrados, el meneo de su cabeza y su espantosa sonrisita, me dio tanto asco que no lo soporté más. PLAF!! El golpe retumbó en toda el comedor, por no decir toda la casa. Las teclas del piano se mancharon de pinceladas de sangre. Mi padre yacía en el suelo, con los labios partidos, la mandíbula hinchada y el rostro desencajado. –Que … que … quee.. La conmoción fue tan potente y repentina que lo había dejado KO, solo podía balbucear esbozos de palabras. -Por fin se invirtieron los roles-pensé. ¿Te encanta verme tocar verdad? ¿Verme sufrir y transpirar día a día no? Quedate tranquilo, de ahora en más, siempre vas a estar bien cerca. Cada vez que toque estarás allí. Para siempre. Te lo prometo. Más cerca de lo que imaginás.
20 años ya pasaron de la desaparición de mi padre. El caso tomó un gran revuelo mediático. Todos se impresionaron de que yo, con tan corta edad 14 años, ni siquiera me haya inmutado al darlo por desaparecido. -Debe ser porque todavía es chico decían. Por lo pronto, quién sabe obra del destino quizás, me convertí en un pianista mundialmente exitoso. Tengo que reconocer que le tomé cariño al instrumento. Y a mi padre, que luego de todo aquel revuelo, admito que aprendí a aceptarlo e incluso a quererlo. Después de todo fue gracias a él que hoy soy lo que soy. Me alegra además saber que cuento con su compañía permanente. En cada concierto que doy, en cualquier parte del mundo, sé que mi padre se hará presente. Ahí estará, y en “primera fila”. El no desapareció, está siempre conmigo y yo siempre lo supe, siempre supe el verdadero lugar en donde se hayaba, pero jamás lo revelé. No lo hice porque todos iban a ser unos mal pensados y a creer cualquier cosa. Lo repito, no soy un psicópata ni jamás lo fui. La única verdad era que mi padre quería una mejor ubicación para oír mis interpretaciones y yo lo ayudé, le brinde la más óptima, la más perfecta y única. Allí se encuentra, oyendo como el sonido es provocado por cada tecla al unísono y en su conjunto. Tecla a tecla, golpeteo por golpeteo, juntas, separadas. Mi padre oye todo desde su ubicación y mejor que nadie, en la más perpetúa soledad y sin que nadie lo perturbe. Sólo, calmo, resguardado, donde me muevo, él se mueve. Donde se mueve mi piano, él se mueve.

Asfixia



El hecho que voy a narrarles ocurrió hace no más de una semana. Me creerán dichoso por seguir vivo después de escuchar mi espeluznante relato. Pero, yo les aseguraría que el estado en el que actualmente me encuentro no podría jamás considerarse vida o algo similar. Sin más preámbulos, me remito a los hechos en cuestión.
Estaba yo sentado en el andén de la estación Once del ferrocarril Sarmiento. Hasta ese momento, todo era normal, yo diría que en demasía. Tomo el tren todos los días a la misma hora al salir de mi trabajo pero les juro que aquella vez, ya comenzaba a gestarse algo diferente, inusual, inquietante. El aire a penas se podía respirar. Se me dificultaba tragarlo. Una calma poco habitual en ese horario reinaba, convirtiendo al andén casi en un altar de Iglesia, cautivo del más sepulcral de los silencios. El cielo corrompido por la noche arremetía contra la tarde furtiva. Las personas a mi alrededor también portaban un aura de misterio. Nadie hablaba. Ninguno emitía sonido. Y eso que el andén estaba repleto. Sí, la quietud era solo perceptible allí mismo, ya que cualquier ser ajeno a la situación, con solo ver la foto de aquel entonces, habría imaginado el más desmesurado desorden. –Qué raro. Pensaba para mis adentros. El silencio podría haberse cortado con una navaja de tan denso que era.
Poco después el tren arribó, repleto como de costumbre, al andén número 4 donde me encontraba. Acto seguido, se desató lo que para mí ya se había convertido en rutina, pero que no por esto dejaba de sorprenderme. Una batalla descarnada se inició entre las personas que intentaban escabullirse de esa hojalata llamada vagón, y aquellos que a puño limpio se abalanzaban en busca del preciado asiento, como si fuesen campesinos abriendo camino entre la maleza a machetazos.
Un amable y robusto señor, gordo bueno dirán algunos, me ayudó a subir al tren sirviéndome su enorme porte cuasi de escudo romano. Había logrado sobrevivir una vez más a semejante contienda. –Otro tranquilo retorno a casa, Pensé. Jamás creí que aquel aire, esa bruma espesa y tétrica que sentía en el andén, aún perduraría dentro del vagón. Pues, de hecho allí estaba. Las personas dialogaban, pero de forma escasa. Unas pocas palabras surcaban perdidas como mensajes arrojados al mar. Todo me resultaba extraño por demás, pero intentaba pensar que eran delirios productos de una ardua jornada de trabajo y no más que eso. Me apoye contra un poste de metal helado y comencé a contar las paradas, para matar el. Caballito, Flores, Floresta…iban pasando como fichas de dominó que caen en hilera uno tras otro. Al mismo tiempo, el tren se cargaba en cada parada. Villa Luro, Liniers, Ciudadela…ya casi no había espacio alguno. Si antes el aire era difícil de digerir, en esos momentos ya lo sentía como si fuera agua y el tren un océano en el cual debía contener mi respiración lo más que pudiese hasta salir a la superficie. Ramos Mejía… al llegar se encendió una alarma en mi mente. Me encontraba a varios metros de la puerta, prisionero entre veintenas de cuerpos que cercaban mi ruta de escape lejos de esta asfixiante atmósfera. Debía bajar en la próxima parada, y el final de mi viaje era realmente incierto. Entré en pánico. Tomé coraje y comencé a bracear contra la corriente de humanos que impedían mi paso. Preso de un total ahogo, con escaso aire en mis pulmones, logré colocarme frente a la puerta que me conduciría hacia mi salvación: Haedo, la estación donde debía descender de aquel tren fantasma.
La oxidada máquina se detuvo de manera pesada y brusca soltando toda una serie de chirridos. Junto a mí, dos señoras de bastantes años se encolumnaron a mi lado, supuse que con las mismas intenciones que las mías. En aquel momento sentí que mi mente se apagó. Cualquier pensamiento que antes pude haber dibujado en mi cabeza se evaporó, todo se desconectó de allí. Pensé que el mundo, Dios, o quién sea que maneja los hilos del destino se había complotado en mi contra, para convertir mi retorno en una de mis peores pesadillas. El tren como paró, volvió a arrancar, y ahora a mayor velocidad que nunca. Jamás abrió ninguna de sus puertas. Las personas comenzaron a desesperarse, golpeaban las paredes del vagón con inusitada furia. Yo habría reaccionado igual, de no ser porque había quedado totalmente paralizado, incrédulo de lo que estaba sucediendo. –Podría ser un tren rápido y jamás avisaron. Esas cosas pasan. Pensé para tranquilizarme. Sin embargo, al llegar a la próxima estación ocurrió lo mismo. Y lo mismo, y lo mismo, y lo mismo.
El tren estaba próximo a llegar a Moreno, la última de las estaciones del servicio regular. Todos se encontraban presos de la más colérica ira, junto con un espanto de película. Se oían gritos en cada rincón del tren, golpes, desesperación. Yo seguía atornillado al suelo, frente a la puerta, en igual posición que minutos antes. No era capaz de emitir reacción alguna. El tren aparentemente había terminado su recorrido. Si era cierto que se trataba de un rápido y nunca habíamos sido avisados, en aquel momento lo sabríamos.
El silencio más crudo jamás imaginado nos envolvió. El tren no se detuvo. Es más, continuó aún con más potencia, como si alguien lo hubiese inyectado del combustible más poderoso sobre la tierra. Avanzó a todo galope y el pánico desbordó aquel tren de la muerte. Lo único que alcanzaba a ver por las ventanas era campo abierto, pastizales secos y yuyos. Ni una pizca de civilización allí presente. De golpe, todo se volvió oscuridad. Era como si nos encontráramos en un túnel, o algo parecido. La gente corría y saltaba desesperada como vacas rumbo al matadero. Por fin el fatídico viaje había llegado a su fin. Las puertas se abrieron y todos descendimos casi de manera inconsciente, escapando de nuestra prisión y sin tener idea de donde estábamos. Gritos, uno tras otro, laceraban mis oídos. No había andenes, ni estación, ni guardas, ni boleterías ni nada. Aquél lugar donde nos detuvimos era lo más parecido a un calabozo medieval. Paredes de ladrillos negros y gastados, humedad y musgo entre grietas del cielorraso. Esqueletos encadenados al piso, -Quizás así terminaríamos, pensé.
Me distraje observando manchas de sangre seca en el piso cuando de pronto, una voz tomó preponderancia por sobre los gritos desgarradores de todos los pasajeros. Fue en ese instante cuando se coronó en mi interior el más absoluto terror. –Bueno muy bien, se colocarán en fila y uno por uno irán ingresando por esta puerta sin hablar porque si no, morirán en el acto. Aquel ser que nos dirigió la palabra queda fuera de toda posible descripción. Sólo podría decir que el miedo que me impuso su presencia superaría con creces aquello a lo que mayor terror le tuvieron de niños, a lo que más les aterra de grandes, y a lo que más los horrorizó en vida. Hicimos caso al que parecía ser, a esa altura, nuestro verdugo, y entramos todos en fila por la puerta señalada a lo que parecía ser una inmensa cárcel. Consistía de un pasillo interminable con celdas a diestra y siniestra. Estas eran lúgubres y grises, con barrotes viejos y oxidados pero que no parecían brindarnos la más mínima posibilidad de escape. Como nuestro anfitrión, fueron apareciéndose más y más, hasta el punto de haber uno de esos por cada uno de nosotros, que éramos cientos. Nos condujeron hacia las celdas y nos prometieron que no nos haría daño si respetábamos sus reglas. Me senté en el húmedo piso de mi calabozo mientras masticaba mis propias lágrimas y aguardaba mi destino. Hacía rato que la esperanza se había escapado de mi mente.
Resultó ser que estaba en lo cierto cuando creía que aquellos serían nuestros verdugos. Según mis cálculos, alrededor de una vez cada seis meses, se llevaban a uno de nosotros a un cuarto que quedaba al final del pasillo. Alaridos espeluznantes, casi bestiales, escapaban de aquella sala. La fortuna hizo que yo sea uno de los últimos que aún sobrevivimos en esta estremecedora prisión. Pero asfixiado en estas ruinas sufro el castigo de ver como uno a uno nos arrastran a la tumba. No podría decirles cuanto tiempo pasó desde aquel viaje fatídico. Sólo puedo arriesgar que por mis arrugas y mis canas supongo que demasiado. Hoy en día soy una masa amorfa de carne maltrecha que desolada espera que su existencia se acabe. Momento! ¿Eso es una puerta que se abre? ¿Están liberándonos? ¿El martirio se acabó? Perdonen, estoy delirando, debe ser el encierro, y que aquí adentro casi no tenemos aire.




martes, 23 de agosto de 2011

Llueve ...




Gotas como flechas arremeten contra todo lo que se encuentran. Quizás la oleada más temible alguna vez imaginada podría llegar a compararse con semejante tempestad. Cualquier sonido más allá de su repiqueteo constante se enmudece. Incluso los truenos se han acobardado quién sabe dónde, temerosos de ensombrecer su majestuosidad.
Las calles, anegadas, convertidas en riachos , son escenarios de las aventuras de valientes hombres y mujeres que, enfundados cual si fueran guerreros griegos, enfrentan el aguacero. Sus historias se convertirán en mitos y en otros casos jamás serán oídas. Quién sabe cuántas almas se habrá devorado este diluvio.
Un tronco del tamaño de un piano de cola se vislumbra a toda velocidad corriente abajo, en plena avenida. Conductores resignados dentro de sus autos, aguardando el destino que las vírgenes corrientes de la Ciudad les han reservado.
Alfileres, cada vez más filosos y más traicioneros embisten con la más desnuda violencia. Los tejados dan la impresión de resquebrajarse con cada nuevo arrebato de los cielos. Para colmo las nubes continúan oscuras y rebosantes, como dando a entender que lo peor aún está por venir.

jueves, 2 de junio de 2011

Seguridad, Un ensayo


Seguridad. La vida gira en torno a la seguridad.

Seguridad en uno mismo: nos genera éxitos, gloria, fama, poder, y también logros emocionales, satisfacciones, decisiones bien tomadas y beneficiosas, en fin, centenares de ventajas ante lo contrario, lo nocivo: la falta de seguridad en uno mismo.



Seguridad vial: hoy en día, vivimos en una civilización, al menos en esta porción del supuesto occidente, sumamente motorizada: autos, camiones, colectivos, motos, bicicletas y demases circulan y recirculan un enorme entramado de avenidas, calles, rutas, etc. Se demanda, o implícitamente, se exige un comportamiento seguro para no recurrir en accidentes que pongan en riesgo nuestra vida. Muchas muertes son producto de la falta de seguridad vial.



Seguridad civil: "Hoy te matan por dos pesos" es la frase de cabecera de más de miles de argentinos y , seguramente, con sus variantes, resonará en muchas partes del globo. La violencia se instaló en las calles desde épocas inmemoriales. Antes se incendiaba supuestos herejes, posteriormente se torturaba y desaparecía militantes de izquierda, hoy por hoy, nadie esta a salvo. La delincuencia se ha tornado cada vez más violenta y es, lamentablemente, hoy en día, uno de los mayores productores de muerte en la humanidad. Día a día surgen diferentes reclamos: más seguridad! Estamos inseguros! Nos están matando! Por favor, cuídennos! Por otro lado, también la seguridad civil repercute en la exclusión: gente sin trabajo, pibes que se mueren de desnutrición, indígenas que pierden sus tierras, porciones del pueblo enterrados en el olvido. Ellos también son víctimas de la inseguridad. Todos lo somos. Nadie se salva, por más vidrios blindados o sueldos ricos que tengan/tengamos.



Seguros de vida: En este "hermoso" sistema de producción capitalista, uno puede, siempre y cuando su situación económica lo respalde, invertir en una póliza de vida. ¿Qué quiere decir esto? Depositamos una cantidad x de dinero por mes en una empresa, que dicho sea de paso en estos tiempos que corren llenos de temor y vértigo no les va nada mal, y, una vez que pasamos a una mejor vida, o por lo menos eso se dice, una suma de dinero acordada anteriormente, si si, leen bien, nuestra vida se cotiza en billetes!, se dirige hacia la familia del fallecido. Obviamente, todas tienen cláusulas, restricciones y diferencias, pero en general se basan en lo anteriormente descripto. Es un método que mucha gente adopta hoy en día para brindarle seguridad a sus familias una vez que ya no pueden aportar económicamente al hogar.



En fin, podemos estar horas desarrollando diversas ramificaciones del término seguridad, que básicamente, en contextos variados, se refiere a la ausencia de riesgo o también a la confianza, tanto en uno mismo, en algo, o en alguien exterior(1). Lo que sí podemos estar seguros de concluir es que esta idea se esparce por toda la vida humana regulando absolutamente todos sus aspectos. La seguridad nos controla, nos domina, marca nuestros pasos. Podría arriesgarme a decir que la idea de destino es igual a la idea de seguridad. Ella es nuestra mejor guía, como también puede ser la peor. Sin seguridad, no hay nada. La seguridad que tienen que tener los/as parteros/as para dar a luz a todos los seres humanos nacientes. La seguridad de la enorme economía productiva que tiene que sostener un complejísimo entramado de redes y relaciones de poder en una actualidad tan mercantilizada y bursátil. La seguridad a la hora de tomar decisiones, ya que si dudamos, por un segundo, podemos sufrir terribles represalias.



Siempre debemos estar seguros de lo qué hacemos, y muchas veces, yo diría la mayoría, no lo estamos. Es más, yo no estoy realmente seguro de lo que estoy escribiendo en estas líneas. Ni siquiera estoy absolutamente seguro de quién soy qué soy, de si en verdad vivo la vida que vivo, en este país y en este planeta.¿Usted, está seguro/a? ¿De qué, o de quién, están seguros ustedes?

Cita:

(1): Definición pedida prestada de http://es.wikipedia.org/wiki/Seguridad.