miércoles, 31 de agosto de 2011

Retratos de un niño sometido


Mi padre era un gusano .Un mal nacido insignificante, arrastrado, pegajoso. Era de esas personas fáciles de caer en el olvido. El típico blanco de cargadas en el trabajo. Era un tipo bajito y retacón, pelado, con anteojos gruesos y mirada perdida. Gordo y con el traje maltrecho ya desbordado de parches. Un fulano mediocre y sin embargo, aún con aquellas características, el desquiciado se las ingeniaba para someterme día tras día a lo largo de toda mi vida. El método de castigo elegido: el piano. Ubicado de manera estratégica en la esquina del enorme comedor que teníamos en casa, arruinaba mi existencia hace ya diez tediosos años. Practicaba por horas hasta el hartazgo! –Hasta que no sepas los conciertos 1 y 2 de Thaikovsky de manera perfecta no podrás ver la televisión! Me dominaba de manera feudal, a gusto y piacere. Si no cumplía con sus dictatoriales mandatos, todo lujo, todo ápice de diversión, se me era negado. Yo no podía comprender como un ser tan energúmeno como mi padre lograba ejercer autoridad ante mí, teniendo en cuenta además que no soy un joven de 14 años como todos los demás. En la escuela era el más respetado. Si si, mi voz era palabra santa. Todos cumplían con mis pedidos e incluso mis órdenes. Es más, me temian. Sabían que si no conseguía lo que quería podrían pagar muy caras consecuencias. Pero que no se entienda mal, tampoco habría llegado a mayores. No era un psicópata. Era un simple adolescente, ni más ni menos.
No lograba entender como aquel engendro putrefacto dominaba tanto mi vida!! Cada año que pasaba detestaba más aquel instrumento demoníaco! Cada resoplido melódico que lograba arrancarle era un breve instante de libertad. Y su voz ¡Hay ese espantoso sonido! El timbre de voz de mi padre, chirriante y agudo, era una de las cosas más insoportables que había oído. -¿A eso le llamas solfeo? Practica más, quiero escucharlo sin ningún error. Su vocecita chillona penetraba rampante, como una delgada ráfaga de viento, por entre mis oídos.
Así pasaron los días, meses, años que ni siquiera logré percibir de tantas horas que pasaba emplazado en el banquito del piano. Solfeos, melodías, escalas, Mozart, Bach, Schubert, más solfeos, más escalas, más melodías, más Bach. El piano era una especie de pulpo, que le permitía a la rata de mi padre, envolverme en sus tentáculos y apresarme con firmeza.
Hasta que un día me cansé. Soy humano, supongo que todos tenemos un límite. Me dije a mi mismo: -mi padre no va a volver a dominarme. No doy más. Hoy va a ser el último día. Voy a ser fuerte y voy a terminar con todo este calvario. Aquella tarde mi padre apiló decenas de partituras en un costado del piano para que las ensaye. Al verlas lo llamé y le dije: Padre, ¿Quieres sentarte junto a mí mientras practico? Quería cambiar un poco las cosas por esta vez, ya que siempre me dejas ensayando solo. A mi padre pareció agradarle la idea. O por supuesto hijo, enseguida me siento a tu lado. Espero que no hagas ladrar al piano como el otro día eh! Mi padre tomó asiento en una banqueta junto a mí, y yo comencé a desplegar con magistral soltura el concierto número 2 en Do mayor de Rachmanivov. El bruto de mi padre estaba fascinado, con sus ojos cerrados y moviendo la cabeza como si estuviese en una especie de transe. En aquel momento, mientras hacía sonar las teclas de forma brillante, recordé la promesa que me había hecho a mí mismo esa tarde. Al ver sus ojos cerrados, el meneo de su cabeza y su espantosa sonrisita, me dio tanto asco que no lo soporté más. PLAF!! El golpe retumbó en toda el comedor, por no decir toda la casa. Las teclas del piano se mancharon de pinceladas de sangre. Mi padre yacía en el suelo, con los labios partidos, la mandíbula hinchada y el rostro desencajado. –Que … que … quee.. La conmoción fue tan potente y repentina que lo había dejado KO, solo podía balbucear esbozos de palabras. -Por fin se invirtieron los roles-pensé. ¿Te encanta verme tocar verdad? ¿Verme sufrir y transpirar día a día no? Quedate tranquilo, de ahora en más, siempre vas a estar bien cerca. Cada vez que toque estarás allí. Para siempre. Te lo prometo. Más cerca de lo que imaginás.
20 años ya pasaron de la desaparición de mi padre. El caso tomó un gran revuelo mediático. Todos se impresionaron de que yo, con tan corta edad 14 años, ni siquiera me haya inmutado al darlo por desaparecido. -Debe ser porque todavía es chico decían. Por lo pronto, quién sabe obra del destino quizás, me convertí en un pianista mundialmente exitoso. Tengo que reconocer que le tomé cariño al instrumento. Y a mi padre, que luego de todo aquel revuelo, admito que aprendí a aceptarlo e incluso a quererlo. Después de todo fue gracias a él que hoy soy lo que soy. Me alegra además saber que cuento con su compañía permanente. En cada concierto que doy, en cualquier parte del mundo, sé que mi padre se hará presente. Ahí estará, y en “primera fila”. El no desapareció, está siempre conmigo y yo siempre lo supe, siempre supe el verdadero lugar en donde se hayaba, pero jamás lo revelé. No lo hice porque todos iban a ser unos mal pensados y a creer cualquier cosa. Lo repito, no soy un psicópata ni jamás lo fui. La única verdad era que mi padre quería una mejor ubicación para oír mis interpretaciones y yo lo ayudé, le brinde la más óptima, la más perfecta y única. Allí se encuentra, oyendo como el sonido es provocado por cada tecla al unísono y en su conjunto. Tecla a tecla, golpeteo por golpeteo, juntas, separadas. Mi padre oye todo desde su ubicación y mejor que nadie, en la más perpetúa soledad y sin que nadie lo perturbe. Sólo, calmo, resguardado, donde me muevo, él se mueve. Donde se mueve mi piano, él se mueve.

Retratos de un niño sometido


Mi padre era un gusano .Un mal nacido insignificante, arrastrado, pegajoso. Era de esas personas fáciles de caer en el olvido. El típico blanco de cargadas en el trabajo. Era un tipo bajito y retacón, pelado, con anteojos gruesos y mirada perdida. Gordo y con el traje maltrecho ya desbordado de parches. Un fulano mediocre y sin embargo, aún con aquellas características, el desquiciado se las ingeniaba para someterme día tras día a lo largo de toda mi vida. El método de castigo elegido: el piano. Ubicado de manera estratégica en la esquina del enorme comedor que teníamos en casa, arruinaba mi existencia hace ya diez tediosos años. Practicaba por horas hasta el hartazgo! –Hasta que no sepas los conciertos 1 y 2 de Thaikovsky de manera perfecta no podrás ver la televisión! Me dominaba de manera feudal, a gusto y piacere. Si no cumplía con sus dictatoriales mandatos, todo lujo, todo ápice de diversión, se me era negado. Yo no podía comprender como un ser tan energúmeno como mi padre lograba ejercer autoridad ante mí, teniendo en cuenta además que no soy un joven de 14 años como todos los demás. En la escuela era el más respetado. Si si, mi voz era palabra santa. Todos cumplían con mis pedidos e incluso mis órdenes. Es más, me temian. Sabían que si no conseguía lo que quería podrían pagar muy caras consecuencias. Pero que no se entienda mal, tampoco habría llegado a mayores. No era un psicópata. Era un simple adolescente, ni más ni menos.
No lograba entender como aquel engendro putrefacto dominaba tanto mi vida!! Cada año que pasaba detestaba más aquel instrumento demoníaco! Cada resoplido melódico que lograba arrancarle era un breve instante de libertad. Y su voz ¡Hay ese espantoso sonido! El timbre de voz de mi padre, chirriante y agudo, era una de las cosas más insoportables que había oído. -¿A eso le llamas solfeo? Practica más, quiero escucharlo sin ningún error. Su vocecita chillona penetraba rampante, como una delgada ráfaga de viento, por entre mis oídos.
Así pasaron los días, meses, años que ni siquiera logré percibir de tantas horas que pasaba emplazado en el banquito del piano. Solfeos, melodías, escalas, Mozart, Bach, Schubert, más solfeos, más escalas, más melodías, más Bach. El piano era una especie de pulpo, que le permitía a la rata de mi padre, envolverme en sus tentáculos y apresarme con firmeza.
Hasta que un día me cansé. Soy humano, supongo que todos tenemos un límite. Me dije a mi mismo: -mi padre no va a volver a dominarme. No doy más. Hoy va a ser el último día. Voy a ser fuerte y voy a terminar con todo este calvario. Aquella tarde mi padre apiló decenas de partituras en un costado del piano para que las ensaye. Al verlas lo llamé y le dije: Padre, ¿Quieres sentarte junto a mí mientras practico? Quería cambiar un poco las cosas por esta vez, ya que siempre me dejas ensayando solo. A mi padre pareció agradarle la idea. O por supuesto hijo, enseguida me siento a tu lado. Espero que no hagas ladrar al piano como el otro día eh! Mi padre tomó asiento en una banqueta junto a mí, y yo comencé a desplegar con magistral soltura el concierto número 2 en Do mayor de Rachmanivov. El bruto de mi padre estaba fascinado, con sus ojos cerrados y moviendo la cabeza como si estuviese en una especie de transe. En aquel momento, mientras hacía sonar las teclas de forma brillante, recordé la promesa que me había hecho a mí mismo esa tarde. Al ver sus ojos cerrados, el meneo de su cabeza y su espantosa sonrisita, me dio tanto asco que no lo soporté más. PLAF!! El golpe retumbó en toda el comedor, por no decir toda la casa. Las teclas del piano se mancharon de pinceladas de sangre. Mi padre yacía en el suelo, con los labios partidos, la mandíbula hinchada y el rostro desencajado. –Que … que … quee.. La conmoción fue tan potente y repentina que lo había dejado KO, solo podía balbucear esbozos de palabras. -Por fin se invirtieron los roles-pensé. ¿Te encanta verme tocar verdad? ¿Verme sufrir y transpirar día a día no? Quedate tranquilo, de ahora en más, siempre vas a estar bien cerca. Cada vez que toque estarás allí. Para siempre. Te lo prometo. Más cerca de lo que imaginás.
20 años ya pasaron de la desaparición de mi padre. El caso tomó un gran revuelo mediático. Todos se impresionaron de que yo, con tan corta edad 14 años, ni siquiera me haya inmutado al darlo por desaparecido. -Debe ser porque todavía es chico decían. Por lo pronto, quién sabe obra del destino quizás, me convertí en un pianista mundialmente exitoso. Tengo que reconocer que le tomé cariño al instrumento. Y a mi padre, que luego de todo aquel revuelo, admito que aprendí a aceptarlo e incluso a quererlo. Después de todo fue gracias a él que hoy soy lo que soy. Me alegra además saber que cuento con su compañía permanente. En cada concierto que doy, en cualquier parte del mundo, sé que mi padre se hará presente. Ahí estará, y en “primera fila”. El no desapareció, está siempre conmigo y yo siempre lo supe, siempre supe el verdadero lugar en donde se hayaba, pero jamás lo revelé. No lo hice porque todos iban a ser unos mal pensados y a creer cualquier cosa. Lo repito, no soy un psicópata ni jamás lo fui. La única verdad era que mi padre quería una mejor ubicación para oír mis interpretaciones y yo lo ayudé, le brinde la más óptima, la más perfecta y única. Allí se encuentra, oyendo como el sonido es provocado por cada tecla al unísono y en su conjunto. Tecla a tecla, golpeteo por golpeteo, juntas, separadas. Mi padre oye todo desde su ubicación y mejor que nadie, en la más perpetúa soledad y sin que nadie lo perturbe. Sólo, calmo, resguardado, donde me muevo, él se mueve. Donde se mueve mi piano, él se mueve.

Asfixia



El hecho que voy a narrarles ocurrió hace no más de una semana. Me creerán dichoso por seguir vivo después de escuchar mi espeluznante relato. Pero, yo les aseguraría que el estado en el que actualmente me encuentro no podría jamás considerarse vida o algo similar. Sin más preámbulos, me remito a los hechos en cuestión.
Estaba yo sentado en el andén de la estación Once del ferrocarril Sarmiento. Hasta ese momento, todo era normal, yo diría que en demasía. Tomo el tren todos los días a la misma hora al salir de mi trabajo pero les juro que aquella vez, ya comenzaba a gestarse algo diferente, inusual, inquietante. El aire a penas se podía respirar. Se me dificultaba tragarlo. Una calma poco habitual en ese horario reinaba, convirtiendo al andén casi en un altar de Iglesia, cautivo del más sepulcral de los silencios. El cielo corrompido por la noche arremetía contra la tarde furtiva. Las personas a mi alrededor también portaban un aura de misterio. Nadie hablaba. Ninguno emitía sonido. Y eso que el andén estaba repleto. Sí, la quietud era solo perceptible allí mismo, ya que cualquier ser ajeno a la situación, con solo ver la foto de aquel entonces, habría imaginado el más desmesurado desorden. –Qué raro. Pensaba para mis adentros. El silencio podría haberse cortado con una navaja de tan denso que era.
Poco después el tren arribó, repleto como de costumbre, al andén número 4 donde me encontraba. Acto seguido, se desató lo que para mí ya se había convertido en rutina, pero que no por esto dejaba de sorprenderme. Una batalla descarnada se inició entre las personas que intentaban escabullirse de esa hojalata llamada vagón, y aquellos que a puño limpio se abalanzaban en busca del preciado asiento, como si fuesen campesinos abriendo camino entre la maleza a machetazos.
Un amable y robusto señor, gordo bueno dirán algunos, me ayudó a subir al tren sirviéndome su enorme porte cuasi de escudo romano. Había logrado sobrevivir una vez más a semejante contienda. –Otro tranquilo retorno a casa, Pensé. Jamás creí que aquel aire, esa bruma espesa y tétrica que sentía en el andén, aún perduraría dentro del vagón. Pues, de hecho allí estaba. Las personas dialogaban, pero de forma escasa. Unas pocas palabras surcaban perdidas como mensajes arrojados al mar. Todo me resultaba extraño por demás, pero intentaba pensar que eran delirios productos de una ardua jornada de trabajo y no más que eso. Me apoye contra un poste de metal helado y comencé a contar las paradas, para matar el. Caballito, Flores, Floresta…iban pasando como fichas de dominó que caen en hilera uno tras otro. Al mismo tiempo, el tren se cargaba en cada parada. Villa Luro, Liniers, Ciudadela…ya casi no había espacio alguno. Si antes el aire era difícil de digerir, en esos momentos ya lo sentía como si fuera agua y el tren un océano en el cual debía contener mi respiración lo más que pudiese hasta salir a la superficie. Ramos Mejía… al llegar se encendió una alarma en mi mente. Me encontraba a varios metros de la puerta, prisionero entre veintenas de cuerpos que cercaban mi ruta de escape lejos de esta asfixiante atmósfera. Debía bajar en la próxima parada, y el final de mi viaje era realmente incierto. Entré en pánico. Tomé coraje y comencé a bracear contra la corriente de humanos que impedían mi paso. Preso de un total ahogo, con escaso aire en mis pulmones, logré colocarme frente a la puerta que me conduciría hacia mi salvación: Haedo, la estación donde debía descender de aquel tren fantasma.
La oxidada máquina se detuvo de manera pesada y brusca soltando toda una serie de chirridos. Junto a mí, dos señoras de bastantes años se encolumnaron a mi lado, supuse que con las mismas intenciones que las mías. En aquel momento sentí que mi mente se apagó. Cualquier pensamiento que antes pude haber dibujado en mi cabeza se evaporó, todo se desconectó de allí. Pensé que el mundo, Dios, o quién sea que maneja los hilos del destino se había complotado en mi contra, para convertir mi retorno en una de mis peores pesadillas. El tren como paró, volvió a arrancar, y ahora a mayor velocidad que nunca. Jamás abrió ninguna de sus puertas. Las personas comenzaron a desesperarse, golpeaban las paredes del vagón con inusitada furia. Yo habría reaccionado igual, de no ser porque había quedado totalmente paralizado, incrédulo de lo que estaba sucediendo. –Podría ser un tren rápido y jamás avisaron. Esas cosas pasan. Pensé para tranquilizarme. Sin embargo, al llegar a la próxima estación ocurrió lo mismo. Y lo mismo, y lo mismo, y lo mismo.
El tren estaba próximo a llegar a Moreno, la última de las estaciones del servicio regular. Todos se encontraban presos de la más colérica ira, junto con un espanto de película. Se oían gritos en cada rincón del tren, golpes, desesperación. Yo seguía atornillado al suelo, frente a la puerta, en igual posición que minutos antes. No era capaz de emitir reacción alguna. El tren aparentemente había terminado su recorrido. Si era cierto que se trataba de un rápido y nunca habíamos sido avisados, en aquel momento lo sabríamos.
El silencio más crudo jamás imaginado nos envolvió. El tren no se detuvo. Es más, continuó aún con más potencia, como si alguien lo hubiese inyectado del combustible más poderoso sobre la tierra. Avanzó a todo galope y el pánico desbordó aquel tren de la muerte. Lo único que alcanzaba a ver por las ventanas era campo abierto, pastizales secos y yuyos. Ni una pizca de civilización allí presente. De golpe, todo se volvió oscuridad. Era como si nos encontráramos en un túnel, o algo parecido. La gente corría y saltaba desesperada como vacas rumbo al matadero. Por fin el fatídico viaje había llegado a su fin. Las puertas se abrieron y todos descendimos casi de manera inconsciente, escapando de nuestra prisión y sin tener idea de donde estábamos. Gritos, uno tras otro, laceraban mis oídos. No había andenes, ni estación, ni guardas, ni boleterías ni nada. Aquél lugar donde nos detuvimos era lo más parecido a un calabozo medieval. Paredes de ladrillos negros y gastados, humedad y musgo entre grietas del cielorraso. Esqueletos encadenados al piso, -Quizás así terminaríamos, pensé.
Me distraje observando manchas de sangre seca en el piso cuando de pronto, una voz tomó preponderancia por sobre los gritos desgarradores de todos los pasajeros. Fue en ese instante cuando se coronó en mi interior el más absoluto terror. –Bueno muy bien, se colocarán en fila y uno por uno irán ingresando por esta puerta sin hablar porque si no, morirán en el acto. Aquel ser que nos dirigió la palabra queda fuera de toda posible descripción. Sólo podría decir que el miedo que me impuso su presencia superaría con creces aquello a lo que mayor terror le tuvieron de niños, a lo que más les aterra de grandes, y a lo que más los horrorizó en vida. Hicimos caso al que parecía ser, a esa altura, nuestro verdugo, y entramos todos en fila por la puerta señalada a lo que parecía ser una inmensa cárcel. Consistía de un pasillo interminable con celdas a diestra y siniestra. Estas eran lúgubres y grises, con barrotes viejos y oxidados pero que no parecían brindarnos la más mínima posibilidad de escape. Como nuestro anfitrión, fueron apareciéndose más y más, hasta el punto de haber uno de esos por cada uno de nosotros, que éramos cientos. Nos condujeron hacia las celdas y nos prometieron que no nos haría daño si respetábamos sus reglas. Me senté en el húmedo piso de mi calabozo mientras masticaba mis propias lágrimas y aguardaba mi destino. Hacía rato que la esperanza se había escapado de mi mente.
Resultó ser que estaba en lo cierto cuando creía que aquellos serían nuestros verdugos. Según mis cálculos, alrededor de una vez cada seis meses, se llevaban a uno de nosotros a un cuarto que quedaba al final del pasillo. Alaridos espeluznantes, casi bestiales, escapaban de aquella sala. La fortuna hizo que yo sea uno de los últimos que aún sobrevivimos en esta estremecedora prisión. Pero asfixiado en estas ruinas sufro el castigo de ver como uno a uno nos arrastran a la tumba. No podría decirles cuanto tiempo pasó desde aquel viaje fatídico. Sólo puedo arriesgar que por mis arrugas y mis canas supongo que demasiado. Hoy en día soy una masa amorfa de carne maltrecha que desolada espera que su existencia se acabe. Momento! ¿Eso es una puerta que se abre? ¿Están liberándonos? ¿El martirio se acabó? Perdonen, estoy delirando, debe ser el encierro, y que aquí adentro casi no tenemos aire.




martes, 23 de agosto de 2011

Llueve ...




Gotas como flechas arremeten contra todo lo que se encuentran. Quizás la oleada más temible alguna vez imaginada podría llegar a compararse con semejante tempestad. Cualquier sonido más allá de su repiqueteo constante se enmudece. Incluso los truenos se han acobardado quién sabe dónde, temerosos de ensombrecer su majestuosidad.
Las calles, anegadas, convertidas en riachos , son escenarios de las aventuras de valientes hombres y mujeres que, enfundados cual si fueran guerreros griegos, enfrentan el aguacero. Sus historias se convertirán en mitos y en otros casos jamás serán oídas. Quién sabe cuántas almas se habrá devorado este diluvio.
Un tronco del tamaño de un piano de cola se vislumbra a toda velocidad corriente abajo, en plena avenida. Conductores resignados dentro de sus autos, aguardando el destino que las vírgenes corrientes de la Ciudad les han reservado.
Alfileres, cada vez más filosos y más traicioneros embisten con la más desnuda violencia. Los tejados dan la impresión de resquebrajarse con cada nuevo arrebato de los cielos. Para colmo las nubes continúan oscuras y rebosantes, como dando a entender que lo peor aún está por venir.